Por Lourdes Berzas.

SEO/BirdLife es una sociedad científica, pero tras este título de apariencia aséptica, ¿arrastramos sesgos que deben ser revisados desde los feminismos? La ciencia tiene un impacto social y, por tanto, una responsabilidad. ¿Abrimos este debate?

Son muchos los ámbitos en los que la sociedad discrimina a las mujeres, especialmente si el hecho de ser o considerarse mujer intersecciona con otros motivos de discriminación, como la clase social, la etnia, la racialización, la orientación sexual, la discapacidad, etc. Esta semana, la fuerza colectiva feminista alcanza su máxima expresión para visibilizar —y transformar— la situación de desigualdad y/o inequidad en cifras de violencia sexual y asesinatos, de precariedad laboral, de trabajos de cuidados o de sinhogarismo que todavía gobierna durante todo el año. Muchas personalidades y muchas organizaciones suman sus voces al movimiento: en el peor de los casos, como muestra de mero tokenismo, en el mejor de ellos, por estar alineadas con los ejes centrales del argumentario feminista y, por supuesto, con la finalidad de acompañar —y ojalá potenciar— la conciencia y la responsabilidad global.

Hay innumerables factores que interactúan entre sí para dar origen a todo lo que está exponiéndose aquí, día a día en las noticias y día a día en las historias de las personas que no salen en los periódicos. Hay estructuras que actúan suavemente, naturalizándose, calando en nuestra socialización, en nuestras actitudes, en nuestras conductas, en nuestra percepción sobre el mundo. Incluso en aquello en lo que se supone que no deberían entrar, como en la ciencia, tal y como expresan García-Dauder y Pérez-Sedeño (2017):

«Lejos de la neutralidad y asepsia pretendida por el canon científico, los valores se cuelan irremediablemente en la ciencia, fundamentalmente los hegemónicos, vía la invisibilización. A partir de los valores se marcan prioridades, quién se beneficia y quién no de las investigaciones, qué normas o relaciones de género pueden verse transformadas o reforzadas, o qué oportunidades pueden perderse por insensibilidad al género (Longino, 1990; Schiebinger, 2008)» (p.206).

Mujeres omitidas

Hay muchos ejemplos en los que la ciencia ha infravalorado a la mujer y en los que la mujer ha sido infravalorada en la ciencia. Sufrimos las lagunas de una investigación que no nos atendía porque teníamos la regla: somos más caras para investigar los efectos secundarios de los medicamentos —incluso con modelos animales— y, por ejemplo, los criterios para el diagnóstico de ataque al corazón responden a las respuestas de los hombres, asumiendo que las mujeres tendríamos los mismos síntomas —spoiler: es falso—. También padecemos las lagunas de una investigación que, por el contrario, nos atendía demasiado: la histeria era una enfermedad mental únicamente de mujeres y era sospechosa de ella cualquiera que no se comportase como se esperaba socialmente que lo hiciera, bajo el estereotipo de la época.

Así, durante todo el proceso de producción científica, desde las preguntas previas a la investigación hasta la interpretación de los resultados, se cuelan numerosos sesgos cognitivos: el efecto Matilda o el efecto Sherif y Sherif son dos de los más ilustrativos.

El efecto Matilda

Suele conocerse el concepto que definió el sociólogo Robert Merton en 1968: el Efecto Mateo, que alude al versículo del Evangelio según Mateo donde se dice «porque a cualquiera que tiene se le dará más y tendrá más abundancia». Se refiere a la situación que viven muchas personas dedicadas a la investigación, las cuales, siendo menos conocidas que compañeras de más prestigio, son ocultadas por estas, aunque sus descubrimientos sean igual de relevantes. No criticaba este sistema, sino que lo describía como algo útil a lo que había que adaptarse para sacarle ventaja.

Pero resulta que ese versículo continúa: «…y a quien no tiene, se le quitará incluso lo poco que tiene». Margaret Rossiter en 1993 visibilizaba, con el Efecto Matilda, a quienes son silenciadas o eclipsadas por figuras masculinas (maridos, compañeros o gente que se atribuía su mérito). El nombre de Efecto Matilda alude a Matilda Joslyn Gage, sufragista y pionera de la sociología del conocimiento, que fue una de las primeras en percibir este sesgo en el s. XIX. Por ejemplo, fue el caso de Nettie Stevens, genetista que descubrió que el sexo de un ser vivo depende de un cromosoma determinado, publicándolo al mismo tiempo que Edmund B. Wilson, quien acabaría recibiendo el crédito social. Lo propio ocurrió con Rosalind Franklin, auténtica descubridora de la estructura del ADN molecular, pero no reconocida porque sus compañeros de laboratorio, Watson, Crick y Wilkins, le «tomaron prestada» la imagen donde lo demostraba, siendo premiados con el Nobel después de que ella muriera.

El efecto Sherif y Sherif

Otro ejemplo de sesgo en la ciencia es el denominado efecto Sherif y Sherif, que se refiere al olvido de la mujer en la co-autoría, por ejemplo, por motivos de la adopción del apellido de su pareja. Sherif y Sherif es uno de los matrimonios más famosos de la Psicología, desarrollando importantes teorías en el campo de la influencia social y las normas grupales. Sin embargo, por no repetir mentalmente apellidos, solo nos quedamos con el primero y acabamos conociendo a Muzafer… mientras omitimos a Carolyn.

Todas estas desigualdades dentro de la ciencia (y en tantos ámbitos) tienen representaciones más comunes de lo que solemos pensar: las palabras. Gee (2005) dice que los discursos son transmisores de acciones, ideologías y valores. Calvo (2009) defiende que las convenciones sociales se mantienen a través del lenguaje y que marcan nuestro modo de relacionarnos con la realidad y no solo de entenderla. Este androcentrismo lingüístico se presenta también en sesgos como el efecto [Bluma] Zeigarnik.

El efecto [Bluma] Zeigarnik

El efecto [Bluma] Zeigarnik consiste en la asunción, por defecto, de que el apellido que aparece en el artículo científico es de un hombre en lugar de una mujer.

En esta entrada, García-Dauder fue Silvia, Pérez-Sedeño se llama Eulalia, Longino se llama Helen, Schiebinger es Londa, Calvo es Yadira y solo Gee es Jean Paul. ¿Habíamos imaginado mujeres tras esos apellidos? Normalmente no: asumimos automáticamente, por probabilidad, por estereotipo o por inercias, que las aportaciones científicas son de hombres.

En definitiva, todo ello es reflejo de un error conceptual, el que supone «ver al macho de una especie, incluyendo a los humanos, como la norma; y a las hembras o mujeres como variaciones, casos especiales, excepciones a la regla» (Zuk, 2002, p.29). Indudablemente, cuesta mucho cambiar las cosas, en especial aquellas que, como hemos mencionado, son sistémicas, enredadas y complejas. Pero conocer algunos de los sesgos con los que operamos nos ayuda a movilizarnos.

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